Vicente Blanco "El Cojo"
Fue el primer vasco en participar en el Tour de Francia, en 1910, y abandonó en la primera etapa. Pero lo hizo tras recorrer, pedaleando por su cuenta, el trayecto entre su Bilbao natal y París. A Vicente Blanco le llamaban “El cojo” porque le faltaban los dedos de un pie tras sufrir varios accidentes en la fábrica donde trabajaba. Antes fue marino. Después, campeón de España de ciclismo. Murió solo y pobre, pero su vida bien vale un homenaje como auténtico “esforzado de la ruta”.
En 1910, cuando el Tour se disponía a celebrar la que habría de ser su octava edición, un ciclista vizcaíno concibió la audaz idea de participar en la carrera francesa. Hasta entonces ningún ciclista español se había animado a competir en una prueba con aura de heroica. Los deportistas de este lado de los Pirineos hablaban y no paraban de los más de 4.000 kilómetros de su recorrido, repartidos en maratonianas etapas de 400 kilómetros; comentaban que las carreteras, polvorientas y plagadas de baches y agujeros, eran una continua amenaza para los ciclistas; decían que éstos pasaban hambre y sed y padecían múltiples enfermedades…
A la vista estaba que aquéllos eran motivos suficientes para desanimar a cualquiera, pero no a un ser especial como lo fue Vicente Blanco, un ciclista cojo y corajudo que, tras leer en los reglamentos de la carrera aquello de que “el corredor sale solo a la aventura”, partió en bicicleta de Bilbao a París, llevando en su zurrón unos mendrugos de pan y unas pocas monedas.
Blanco nació en Deusto en i884 y ya desde muy jovencito comenzó a ganarse la vida como pinche de cocina de un barco, pasando luego a trabajar de palero en las máquinas. Así forjó un físico duro y curtido, lo que sin duda le sirvió de mucho en su posterior carrera como ciclista. Con este oficio de marino recorrió el mundo, dándose el gustazo de alquilar bicicletas en los puertos en los que le dejaban desembarcar.
Cuando se aburrió de aquella vida, en 1904, buscó trabajo en una fábrica siderúrgica, La Basconia. Allí sufriría dos gravísimos accidentes. El primero le ocurrió por una apuesta ridícula con sus compañeros de trabajo. Se jugaron una botella de vino blanco a que no subía hasta el último piso de una casa en construcción antes de que otro contase hasta 25. Vicente ganó la apuesta, pero quiso ir tan rápido que cayó por el hueco de la escalera, rebotando en todos los pisos. Increíblemente no se mató. En el otro percance, un año después, una barra de metal al rojo vivo le entró de abajo a arriba por el talón izquierdo. Todos los músculos quedaron seccionados y el pie totalmente destrozado. Pero no paró ahí su infortunio, ya que un año más tarde, en los diques de Euskalduna, otro accidente similar le haría perder los cinco dedos del pie derecho. A partir de aquí todos empezaron a conocerle como El cojo, un apodo que nunca le molestó.
Lejos de arredrarle, tamañas desgracias significaron poco para él, hasta tal punto que decidió hacerse ciclista y, para ello, con el dinero de la indemnización, le compró una vieja bicicleta oxidada a una trapera de la montaña. Por aquella época, Vicente se ganaba la vida pescando angulas y trabajando de botero entre la grúa grande y el final del Campo de Volantín, a razón de cinco céntimos por cada persona transportada. En su bote montó un garaje y, cuando por fin hubo terminado de reparar su máquina, la embadurnó de pintura bermellón que le regalaron en un barco de la Vasco-Andaluza y sustituyó los inexistentes neumáticos por dos gruesas sogas de amarrar barcos.
Ya estaba, ya tenía bici, y con ella se presentó al cabo de un tiempo en la sede de la Federación Atlética Vizcaína (FAV), donde le recibieron el presidente y cuatro miembros más de la directiva. “Yo, francamente, quería ser campeón”, soltó ante sus atónitos interlocutores, que le miraban con amable compasión. Le invitaron a un whisky y, cuando el licor hubo hecho su efecto, El cojo quiso dar buena prueba de su fortaleza ejecutando un vigoroso baile inglés de esos que se realizan en cuclillas con profusión de estiramientos y flexiones. Pasó luego a contarles su vida y a mostrar sus heridas. Y lo hizo con tanta gracia que le invitaron a correr, sin pagar inscripción alguna, unas carreras ciclistas y pedestres que se iban a celebrar en la bilbaína Plaza Elíptica. Como no podía ser menos, hizo el ridículo, porque la máquina que montaba no estaba en condiciones de servir para aquellos lances. Y suerte tuvo de no ir a la cárcel, ya que al ver al aire los brazos y muslos de los demás corredores, quiso imitarles poniéndose en calzoncillos, extremo éste que no fue muy bien comprendido por los guardias municipales que custodiaban el espectáculo.
Poco después ganó el tercer premio de una carrera en Vitoria: 125 pesetas con las que volvió a Bilbao y pudo casarse. Aplacado con la vida hogareña, pasó meses de vida feliz, entregado a su mujer y su trabajo, hasta que un día corrió el rumor de que había muerto y ya estaba enterrado. Decían, y era cierto, que cierta madrugada bajaba de Valmaseda ligeramente bebido. Decían, también, que entre el pecho y la camisa guardaba una botella de txakolí, la misma cuyos cristales le rajaron como una navaja cuando un perro se abalanzó sobre su rueda. La gente le quería y por eso sintió su supuesta muerte, tanto como se alegró de su resurrección. Ocurrió ésta el día en que la FAV celebraba su excursión anual al castillo de Butrón. Cuando todos estaban sentados a la mesa, apareció El cojo lanzado cuesta abajo, tocando un popular pasodoble con su flauta antes de lanzarse, con bici y todo, a la ría.
Renacido para el ciclismo, El cojo se mostró lo suficientemente bien entrenado como para ocupar el cuarto lugar en el campeonato de Vizcaya de 1908. Por aquel magnífico puesto y otras tantas victorias que obtuvo en sendas carreras de pueblo, su amigo Luis Arana le regaló una excelente bicicleta Armor. Comenzaba su mejor época.
Con aquella máquina se fue hasta Gijón a correr el Campeonato de España de i908, una carrera que ganó, aunque bien pudo haberla perdido. La culpa la tuvo su glotonería: le dijeron que comiendo carne se pondría mucho más fuerte, y cuando la FAV le proveyó de fondos para correr la carrera, Vicente engulló tales chuletadas que durante el viaje creyó morir víctima de la diarrea que le sobrevino. Cada poco tenía que parar para aliviarse. Llegó el primero a la meta, pero se desmayó tras cruzarla.
Al año siguiente, en 1909, El cojo revalidó su título de campeón de España en una carrera dura y disputada como pocas, en la que los participantes transitaron en ocasiones hasta por los cauces de los ríos. Su vuelta a Bilbao fue apoteósica. Recibido como un héroe, Blanco vio acrecentada su popularidad hasta el extremo de contemplar engalanados los escaparates de no pocas tiendas con su efigie. Le llovieron convites, tantos que en un mismo día tuvo que acudir como invitado a cinco alubiadas. Tantos como para tener que purgarse tres veces en la primera semana de su vuelta a casa.
SUEÑOS DE GRANDEZA. Prosiguiendo con este clima de euforia, ganó destacado la Irún-Pamplona-Irún, prueba de carácter internacional en la que barrió al resto de participantes. Aquel nuevo triunfo le llevó a tener algún sueño de grandeza y se le metió en la cabeza que podría hacer lo mismo en el Tour. Tozudo como era, El cojo tocó todas las puertas hasta encontrar un mecenas en la figura de don Manuel Aranaz Castellanos, presidente de la Federación Atlética Vizcaína. Éste le facilitó una carta de presentación para Desgrange, organizador de la prueba, y Blanco, animoso, montó en su bicicleta y, pedaleando, se fue a París. A la espalda llevaba un zurrón con comida, algunas monedas y ningún repuesto...
Tras cruzarse Francia a golpe de pedal, llegó a la capital un 2 de julio, enfermo y extenuado. Se dirigió a la Maisson Alcyon, sede de un prestigioso fabricante de bicicletas que equipaba a François Faber, el último ganador del Tour. Allí conoció a un mecánico español, Joaquín Rubio, que le proporcionó una máquina y le acompañó a la sede del diario organizador, L’Auto, para que formalizase su inscripción. Le dieron el dorsal i55 de los corredores isolés, es decir, aquellos que salían solos, sin equipo ni acompañantes a ver cómo podían terminar la carrera.
Por lo que a Vicente se refiere, la acabó rápido, demasiado para su gusto. Con sus tubulares pinchados y sin repuestos, debilitado por el viaje desde Bilbao y la poca comida, no finalizó ni la primera etapa, París-Roubaix, de 272 kilómetros. “Me retiré porque la aventura más peligrosa era marchar en solitario. Las carreteras eran estrechas, y no solamente había que ir sorteando los baches, salvando las piedras que se cruzaban, sino que había que guardarse mucho del polvo que levantaba el corredor de delante, impidiendo ver las cunetas”, diría años más tarde.
De retorno a Bilbao tras aquella primera experiencia francesa, El cojo no volvió a hablar más de correr el Tour. Quedó tercero, eso sí, en la primera Vuelta a Cataluña y siguió ganando dinero y carreras hasta la hora de su retirada, en 1916. Luego, la vida no le trató bien, fracasó en los negocios y murió olvidado y en la pobreza un 24 de mayo de 1957. El día de su entierro alguien recordó lo que dijo de él el diestro Cocherito de Bilbao cuando le presentó ante sus amistades: “Aquí tienen al hombre que en su cuerpo reune, él solo, más cicatrices que todos los toreros de España juntos”.
En 1910, cuando el Tour se disponía a celebrar la que habría de ser su octava edición, un ciclista vizcaíno concibió la audaz idea de participar en la carrera francesa. Hasta entonces ningún ciclista español se había animado a competir en una prueba con aura de heroica. Los deportistas de este lado de los Pirineos hablaban y no paraban de los más de 4.000 kilómetros de su recorrido, repartidos en maratonianas etapas de 400 kilómetros; comentaban que las carreteras, polvorientas y plagadas de baches y agujeros, eran una continua amenaza para los ciclistas; decían que éstos pasaban hambre y sed y padecían múltiples enfermedades…
A la vista estaba que aquéllos eran motivos suficientes para desanimar a cualquiera, pero no a un ser especial como lo fue Vicente Blanco, un ciclista cojo y corajudo que, tras leer en los reglamentos de la carrera aquello de que “el corredor sale solo a la aventura”, partió en bicicleta de Bilbao a París, llevando en su zurrón unos mendrugos de pan y unas pocas monedas.
Blanco nació en Deusto en i884 y ya desde muy jovencito comenzó a ganarse la vida como pinche de cocina de un barco, pasando luego a trabajar de palero en las máquinas. Así forjó un físico duro y curtido, lo que sin duda le sirvió de mucho en su posterior carrera como ciclista. Con este oficio de marino recorrió el mundo, dándose el gustazo de alquilar bicicletas en los puertos en los que le dejaban desembarcar.
Cuando se aburrió de aquella vida, en 1904, buscó trabajo en una fábrica siderúrgica, La Basconia. Allí sufriría dos gravísimos accidentes. El primero le ocurrió por una apuesta ridícula con sus compañeros de trabajo. Se jugaron una botella de vino blanco a que no subía hasta el último piso de una casa en construcción antes de que otro contase hasta 25. Vicente ganó la apuesta, pero quiso ir tan rápido que cayó por el hueco de la escalera, rebotando en todos los pisos. Increíblemente no se mató. En el otro percance, un año después, una barra de metal al rojo vivo le entró de abajo a arriba por el talón izquierdo. Todos los músculos quedaron seccionados y el pie totalmente destrozado. Pero no paró ahí su infortunio, ya que un año más tarde, en los diques de Euskalduna, otro accidente similar le haría perder los cinco dedos del pie derecho. A partir de aquí todos empezaron a conocerle como El cojo, un apodo que nunca le molestó.
Lejos de arredrarle, tamañas desgracias significaron poco para él, hasta tal punto que decidió hacerse ciclista y, para ello, con el dinero de la indemnización, le compró una vieja bicicleta oxidada a una trapera de la montaña. Por aquella época, Vicente se ganaba la vida pescando angulas y trabajando de botero entre la grúa grande y el final del Campo de Volantín, a razón de cinco céntimos por cada persona transportada. En su bote montó un garaje y, cuando por fin hubo terminado de reparar su máquina, la embadurnó de pintura bermellón que le regalaron en un barco de la Vasco-Andaluza y sustituyó los inexistentes neumáticos por dos gruesas sogas de amarrar barcos.
Ya estaba, ya tenía bici, y con ella se presentó al cabo de un tiempo en la sede de la Federación Atlética Vizcaína (FAV), donde le recibieron el presidente y cuatro miembros más de la directiva. “Yo, francamente, quería ser campeón”, soltó ante sus atónitos interlocutores, que le miraban con amable compasión. Le invitaron a un whisky y, cuando el licor hubo hecho su efecto, El cojo quiso dar buena prueba de su fortaleza ejecutando un vigoroso baile inglés de esos que se realizan en cuclillas con profusión de estiramientos y flexiones. Pasó luego a contarles su vida y a mostrar sus heridas. Y lo hizo con tanta gracia que le invitaron a correr, sin pagar inscripción alguna, unas carreras ciclistas y pedestres que se iban a celebrar en la bilbaína Plaza Elíptica. Como no podía ser menos, hizo el ridículo, porque la máquina que montaba no estaba en condiciones de servir para aquellos lances. Y suerte tuvo de no ir a la cárcel, ya que al ver al aire los brazos y muslos de los demás corredores, quiso imitarles poniéndose en calzoncillos, extremo éste que no fue muy bien comprendido por los guardias municipales que custodiaban el espectáculo.
Poco después ganó el tercer premio de una carrera en Vitoria: 125 pesetas con las que volvió a Bilbao y pudo casarse. Aplacado con la vida hogareña, pasó meses de vida feliz, entregado a su mujer y su trabajo, hasta que un día corrió el rumor de que había muerto y ya estaba enterrado. Decían, y era cierto, que cierta madrugada bajaba de Valmaseda ligeramente bebido. Decían, también, que entre el pecho y la camisa guardaba una botella de txakolí, la misma cuyos cristales le rajaron como una navaja cuando un perro se abalanzó sobre su rueda. La gente le quería y por eso sintió su supuesta muerte, tanto como se alegró de su resurrección. Ocurrió ésta el día en que la FAV celebraba su excursión anual al castillo de Butrón. Cuando todos estaban sentados a la mesa, apareció El cojo lanzado cuesta abajo, tocando un popular pasodoble con su flauta antes de lanzarse, con bici y todo, a la ría.
Renacido para el ciclismo, El cojo se mostró lo suficientemente bien entrenado como para ocupar el cuarto lugar en el campeonato de Vizcaya de 1908. Por aquel magnífico puesto y otras tantas victorias que obtuvo en sendas carreras de pueblo, su amigo Luis Arana le regaló una excelente bicicleta Armor. Comenzaba su mejor época.
Con aquella máquina se fue hasta Gijón a correr el Campeonato de España de i908, una carrera que ganó, aunque bien pudo haberla perdido. La culpa la tuvo su glotonería: le dijeron que comiendo carne se pondría mucho más fuerte, y cuando la FAV le proveyó de fondos para correr la carrera, Vicente engulló tales chuletadas que durante el viaje creyó morir víctima de la diarrea que le sobrevino. Cada poco tenía que parar para aliviarse. Llegó el primero a la meta, pero se desmayó tras cruzarla.
Al año siguiente, en 1909, El cojo revalidó su título de campeón de España en una carrera dura y disputada como pocas, en la que los participantes transitaron en ocasiones hasta por los cauces de los ríos. Su vuelta a Bilbao fue apoteósica. Recibido como un héroe, Blanco vio acrecentada su popularidad hasta el extremo de contemplar engalanados los escaparates de no pocas tiendas con su efigie. Le llovieron convites, tantos que en un mismo día tuvo que acudir como invitado a cinco alubiadas. Tantos como para tener que purgarse tres veces en la primera semana de su vuelta a casa.
SUEÑOS DE GRANDEZA. Prosiguiendo con este clima de euforia, ganó destacado la Irún-Pamplona-Irún, prueba de carácter internacional en la que barrió al resto de participantes. Aquel nuevo triunfo le llevó a tener algún sueño de grandeza y se le metió en la cabeza que podría hacer lo mismo en el Tour. Tozudo como era, El cojo tocó todas las puertas hasta encontrar un mecenas en la figura de don Manuel Aranaz Castellanos, presidente de la Federación Atlética Vizcaína. Éste le facilitó una carta de presentación para Desgrange, organizador de la prueba, y Blanco, animoso, montó en su bicicleta y, pedaleando, se fue a París. A la espalda llevaba un zurrón con comida, algunas monedas y ningún repuesto...
Tras cruzarse Francia a golpe de pedal, llegó a la capital un 2 de julio, enfermo y extenuado. Se dirigió a la Maisson Alcyon, sede de un prestigioso fabricante de bicicletas que equipaba a François Faber, el último ganador del Tour. Allí conoció a un mecánico español, Joaquín Rubio, que le proporcionó una máquina y le acompañó a la sede del diario organizador, L’Auto, para que formalizase su inscripción. Le dieron el dorsal i55 de los corredores isolés, es decir, aquellos que salían solos, sin equipo ni acompañantes a ver cómo podían terminar la carrera.
Por lo que a Vicente se refiere, la acabó rápido, demasiado para su gusto. Con sus tubulares pinchados y sin repuestos, debilitado por el viaje desde Bilbao y la poca comida, no finalizó ni la primera etapa, París-Roubaix, de 272 kilómetros. “Me retiré porque la aventura más peligrosa era marchar en solitario. Las carreteras eran estrechas, y no solamente había que ir sorteando los baches, salvando las piedras que se cruzaban, sino que había que guardarse mucho del polvo que levantaba el corredor de delante, impidiendo ver las cunetas”, diría años más tarde.
De retorno a Bilbao tras aquella primera experiencia francesa, El cojo no volvió a hablar más de correr el Tour. Quedó tercero, eso sí, en la primera Vuelta a Cataluña y siguió ganando dinero y carreras hasta la hora de su retirada, en 1916. Luego, la vida no le trató bien, fracasó en los negocios y murió olvidado y en la pobreza un 24 de mayo de 1957. El día de su entierro alguien recordó lo que dijo de él el diestro Cocherito de Bilbao cuando le presentó ante sus amistades: “Aquí tienen al hombre que en su cuerpo reune, él solo, más cicatrices que todos los toreros de España juntos”.
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